lunes, 18 de octubre de 2010

Sobre la sinceridad y el talento poético


Texto de Adrián Leverkühn

El artículo de nuestro colaborador mexicano, trata sobre aquella distorsión que crea la ausencia de sinceridad con uno mismo y nos lleva a creernos lo que no somos, fuimos ni seremos.


La calidad de los hombres sólo podemos medirla en sus reacciones frente a un conflicto, ¿pero qué sucede cuando de ese conflicto depende la propia individualidad? En una época de nihilismo, la lucha del poeta consiste en confirmar la veracidad de sus experiencias internas. Todo poeta verdadero sabe que el mejor crítico de su obra es él mismo. Si en alguna ocasión escucha las opiniones de alguien es sólo por la necesidad de reafirmar o refutar sus propias opiniones, pues un buen crítico le confirmará aquello que ya había intuido acerca de su obra.

Si esto es así, el hecho de que existan tantos pseudopoetas sólo puede explicarse por un problema de percepción de los hombres postmodernos: la ausencia de franqueza sobre sí mismos y la inconsciencia sobre su trabajo poético; además del olvido sistemático de los principios bajo los cuales se han fundamentado otras tradiciones literarias.

Todo poema es un conflicto en el que el poeta cifra la razón de su existencia. La veracidad de las experiencias vitales debe partir de la sinceridad, pero en tanto dicha sinceridad puede no ser una virtud en la poesía, tendré que referirme más bien a la capacidad de establecer la finalidad de un poema; es decir, la intensión con que ha sido escrito, y la posibilidad de emitir un juicio sobre el resultado. Finalidad y juicio son los dos ejes sobre los que pende la poesía: la primera preestablece e influye en los efectos que se busca producir en los lectores, el segundo valida la calidad del resultado.

La sinceridad poética debe expresarse con ayuda del talento, en un proceso de despersonalización, un momento en que el poeta sacrifica su individualidad en aras de algo más profundo; T.S. Eliot ya ha descrito este proceso, pero en él todo se formuló de una forma un tanto más racional, no así algún fragmento de En busca del tiempo perdido: “Así, en un gran músico […] su juego es de un pianista tan grande que ya ni siquiera se sabe si es artista, si es pianista o no, porque (como no interpone ese aparato de esfuerzos musculares, coronados acá y allá por brillantes efectos, toda esa salpicadura de notas en que, por lo menos el oyente que no sabe por dónde se anda, cree hallar el talento en su realidad material, tangible) ese juego se ha hecho tan transparente, tan henchido de aquello que interpreta, que no se le ve ya él mismo y ya no es más que una ventana que da a una obra maestra”.

En realidad ese acto material en que el artista se anula por su obra y la sobrepone a su propia vida no es más, justamente, que la exaltación de su propia existencia, una interiorización de la obra en que el artista se funde con lo que produce, adentrándose en sí mismo ha encontrado un punto nulo en que la realidad externa e interna se transforman en una sola unidad expresiva; y como si se tratase de una ventana al cielo nocturno, se ha abierto a nuevas formas de belleza; así, el poeta se ha vuelto transparente para dejar pasar sus impresiones más nítidas y profundas, porque su individualidad no debe ser exaltada, sino el espíritu que ha engendrado espíritu y lo plasma en la materia.

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